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El despoblador, París-Tanger-Soldati
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martes, 25 de octubre de 2016
lunes, 24 de octubre de 2016
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viernes, 21 de agosto de 2015
Amigos por el viento
-Liliana Bodoc-
A
veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra,
pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces.
Los edificios, por ejemplo.
O las costumbres cotidianas. Cuando la
vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es
decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una
letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo
peor es que nadie
sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió el día que papá se fue
de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la
puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar
la ropa
reseca sacudiéndose al sol mientras mamá
cerraba las ventanas
para que, adentro y adentro, algo quedara
en su sitio.
–Le dije a Ricardo que viniera con su
hijo. ¿Qué te parece?
–Me parece bien
–mentí.
Mamá dejó de pulir
la bandeja, y me miró:
–No me lo estás
diciendo muy convencida...
–Yo no tengo que
estar convencida.
–¿Y eso qué
significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
–Significa que es
tu cumpleaños, y no el mío –respondí.
La gata salió de
su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá. Que mamá tuviera novio
era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera
amenaza. Otra vez, un
peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.
–Se van a entender
bien –dijo mamá–. Juanjo tiene tu edad. La gata, único ser que entendía mi
desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá.
En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron
ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que
yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones,
disimuladas como estalactitas en el congelador. Disfrazadas de pedacitos de
cristal. “Se me acaba de romper una copa”, inventaba
mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras
asombrosas hechicerías.
Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos
a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y
todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía
cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta porque se molestaba
con la sola mención del asunto. Ahora, el tal
Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas.
Algo que yo no
pude conseguir.
–Me voy a arreglar
un poco –dijo mamá mirándose las
manos–. Lo único
que falta es que lleguen y me encuentren hecha
un desastre.
–¿Qué te vas a
poner? –le pregunté en un supremo esfuerzo
de amor.
–El vestido azul.
Mamá salió
de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo
que me esperaba. Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los
pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados de su boca. También
era seguro que iba a dejar sucio el jabón
cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito
de desmerecer a mi gata.
Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas
desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero,
más que ninguna otra cosa, me aterró la
certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen
ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos,
ametralladoras y explosiones.
–¡Mamá! –grité pegada a la puerta del baño.
–¿Qué pasa? –me
respondió desde la ducha.
–¿Cómo se llaman
esa palabras que parecen ruidos?
El agua caía
apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta,
la gata dormía y
yo esperaba.
–¿Palabras que
parecen ruidos?–repitió.
–Sí. –Y aclaré–
Pum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
–Por favor –dijo
mamá–, están llamando.
No tuve más
remedio que abrir la puerta.
–¡Hola! –dijeron
las rosas que traía Ricardo.
–¡Hola! –dijo
Ricardo asomado detrás de las rosas.
Yo miré a su hijo
sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un
pantalón que le quedaba corto. Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como
si no se
hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul le quedaba muy bien
a sus cejas espesas.
–Podrían ir a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer que
cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado
todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio.
Me senté en una
cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría
decidiendo que el
dormitorio pronto sería de su propiedad. Yque yo dormiría en el canasto, junto
a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día
triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir.
Entonces, busqué una espina y la puse entre signos
de preguntas:
–¿Cuánto hace que
se murió tu mamá?
Juanjo abrió
grandes los ojos para disimular algo.
–Cuatro años –contestó.
Pero mi rabia no
se conformó con eso:
–¿Y cómo fue?
–volví a preguntar.
Esta vez,
entrecerró los ojos. Yo esperaba oir cualquier respuesta, menos la que llegó
desde
su voz cortada.
–Fue..., fue como
un viento –dijo.
Agaché la cabeza,
y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento,
¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados?
–pregunté.
–Sí, es ese.
–¿Y también
susurra...?
–Mi viento
susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía.
–Yo tampoco
entendí. –Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un silencio.
–Un viento tan
fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen
raíces...
Pasó una respiración.
–A mí se me
ensuciaron los ojos –dije.
Pasaron dos.
–A mí también.
–¿Tu papá cerró
las ventanas? –pregunté.
–Sí.
–Mi mamá también.
–¿Por qué lo
habrán hecho? –Juanjo parecía asustado.
–Debe haber sido
para que algo quedara en su sitio.
A veces, la vida
se comporta como el viento: desordena y arrasa.
Algo susurra, pero
no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
–Si querés vamos a comer cocadas –le dije. Porque Juanjo y yo teníamos
un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.
“Amigos por el viento” de Liliana Bodoc
© “Amigos por el viento”, 2008, Alfaguara
“La mejor luna” de Liliana Bodoc
© “La mejor luna”, 2007, Ed. Norma
Ilustraciones: Paula Salvatierra
Diseño de tapa y colección: Plan Lectura 2008
Colección: “Escritores en escuelas”
Ministerio de Educación
Secretaría de Educación
Unidad de Programas Especiales
Plan Lectura 2008
Pizzurno 935. (C1020ACA) Ciudad de Buenos Aires.
Tel: (011) 4129-1075/1127
planlectura@me.gov.ar - www.me.gov.ar/planlectura
República Argentina, 2008
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